miércoles, diciembre 22, 2010

Navidad en el acantilado

Aquel tarde, desobedeciendo a sus padres, ella se sentó al borde mismo del acantilado. Dejó sus piernecillas mecerse sin fuerza, los cabellos amontonándose frente a sus ojos y la vista pegada al horizonte. Las nubes grises de diciembre se deslizaban cargadas de humedad y lluvias venideras. Aquella desbocada naturaleza hablaba por sí misma; le decía que tendría fuerzas para crecer, para llenarse de razones y lanzarse muy lejos y ser mejor. La pequeña niña no comprendía que su futuro, siempre dispuesto a llegar, tejía sus raíces en aquel preciso instante.

Si hubiera permanecido más tiempo el vendaval le abría arrojado al océano. Habría desaparecido entre las olas y su nombre habría sido borrado de la faz de la tierra: habría muerto ahogada. Pero aquella misma inspiración, aquella que le hizo alcanzar su oráculo enclavado entre los riscos, también fue quien le guió para abandonar el lugar y volver a casa, justo a tiempo para llegar a la cena de Navidad.

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