viernes, septiembre 26, 2008

Mi afonía

Me preguntaba un amigo qué pasaría si pasáramos una temporada callados, o en silla de ruedas, o cerrando los ojos, etc. Para probar, simplemente para probar. Es estúpido, pero vivimos dando por supuesto que tenemos cosas que no valen nada y que permanecen allí, apegadas a nosotros, y que es imposible desprenderse de ellas porque nunca nos fallaron hasta ahora. Y son nuestras herramientas para tantear el entorno, son nuestros palos de guía, nuestras calzas y nuestro chubasquero.
En mi caso era mi voz, y digo que era porque estoy descubriendo cuántas cosas cambian si te quedas sin ella: llevo casi tres meses mudito. Sin palabras hacia fuera aunque muchas dentro de mí. Los médicos dicen que no me asuste porque todas las enfermedades tienen su fin. Que ahora soy un «paciente» y mi impaciencia es como una losa, un impedimento gravoso y lastimero que frena la sanación. Y me callo y así la gente me augura una pronta mejoría.
Yo sé que todo esto pasará pero mi mochila no quedará vacía de este viaje. Ahora sé que sucede cuando eres mudo o sordo; justamente el otro día, en el parque, nos encontramos con un chiquito de aproximadamente cinco años. Tenía algún tipo de problema que un artefacto en su oídos intentaba corregir o tal vez aliviar. Estuvo jugando con nuestro bebé. El chaval se mostró sensible como creo que no había visto en ningún chico de su edad. Se comunicaba con signos, con algún sonido, pero poco más. Y de su interior emanaba un terrible esfuerzo por llegar a nosotros, y un arrojo por vivir que hacía tiempo que no veía.
Estos son mis pequeños héroes de los que tomo nota. Hacen mi silencio llevadero, me obligan a escuchar, otro ejercicio que no práctico con asiduidad, me obligan a distanciarme, a sentarme en un lado y esperar a que amanezca.