Otro fragmento de Roberto Bolaño y su singular novela 2666. Pequeño relato sin precedentes de un castrado capaz de autoimponerse a su destino: No se trata de creer, se trata de comprender y después de cambiar.
-¿Tú crees –preguntó Afanasievna- que los muertos vivientes sienten deseo sexual?
-Los muertos no –dijo Ansky-, pero los muertos vivientes sí. Cuando fui soldado en Liberia conocí a un cazador al que le habían arrancado sus órganos sexuales.
-¡Órganos sexuales!- Se burló Afanasievna.
-El pene y los testículos –dijo Ansky-. Meaba mediante una pajita, sentado o arrodillado, como a horcajadas.
-Ha quedado claro –dijo Afanasievna.
-Pues bien, este hombre, que además no era joven, una vez a la semana, hiciera el tiempo que hiciera, se iba al bosque a buscar su pene y sus testículos. Todos pensaban que algún día moriría, atrapado por la nieve, pero el tipo siempre regresaba a la aldea, a veces tras una ausencia de meses, y siempre con la misma noticia: no los había encontrado. Un día decidió no salir más. Pareció envejecer de golpe: debía andar por los cincuenta pero de la noche a la mañana aparentaba unos ochenta años. Mis destacamento se marchó de la aldea. Al cabo de cuatro meses volvimos a pasar por allí y preguntamos qué había sido del hombre sin atributos. Nos dijeron que se había casado y que llevaba una vida feliz. Uno de mis camaradas y yo quisimos verlo: lo encontramos mientras preparaba los avíos para otra larga estancia en el bosque. Ya no aparentaba ochenta años sino cincuenta. O tal vez ni siquiera aparentaba cincuenta sino, en ciertas partes de su rostro, en los ojos, en los labios, en las mandíbulas, cuarenta. Cuando nos marchamos, al cabo de dos días, pensé que el cazador había logrado imponer su deseo a la realidad, que, a su manera, había transformado su entorno, la aldea, los aldeanos, el bosque, la nieve, el pene y los testículos perdidos. Lo imaginé orinando de rodillas, con las piernas bien abiertas en medio de la taiga helada, caminando hacia el norte, hacia los desiertos blancos y hacia las ventiscas blancas, con la mochila cargada de trampas y con una absoluta inconsciencia de aquello que nosotros llamamos destino.
-Es una bonita historia- dijo Afanasievna mientras retiraba su mano de los genitales de Ansky.- Lástima que yo sea una mujer demasiado vieja y que ha visto demasiadas cosas como para creerla.
-No se trata de creer –dijo Ansky-, se trata de comprender y después de cambiar.
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