El imperio tiene un nombre nuevo y éste se llama Obama. Es negro, pero por hoy su tez se nos clarea:
-Tengo un sueño - le susurran-, habrá un día en que crucemos las calles todos iguales, y el cielo se retrate bajo un firmamento de soles y estrellas.
Hoy el imperio nos sabe a desfiles, a banderas barradas, a masas que se apelotonan para darle la mano, a embajadores que relamen en sus discursos, a perros que se mudan de acera y envían misivas de despedida, a viejos enemigos que se entrevistan en privado.
Y Obama dice: yes, we can. Y millones de libertos alzan sus brazos, porque siempre nace un tiempo cuando otro se nos acaba (¿y qué dices a esto fiero Fukuyama?). Hubo un tiempo de esclavos negros, pero esa es otra historia. Clinton dijo de sí, que él había sido el primer Presidente negro, y que se había teñido de brea su rostro y su rostro cómico nos recordaba a los primeros fotogramas del “The Jazz Singer”.
-Tengo un sueño -le susurran-, veo una América libre, veo un anuncio en tecnicolor de United Colors of Benetton, veo los amantes de la codorniz abrazados bajo la farsa de la cópula y de la democracia.
Si me encuentran, quiero que lo hagan con Obama. Quiero morir junto a su tumba. Ya sé que es un treta tonta, que su voz me seduce como a las putas en la Castellana, que es un actor de lo falso, que conduce ruinas y lleva la tristeza del capital atada: que es un político.
Pero, ah, sé que necesito soñar por instantes. Creer que detrás de esto yace un prestidigitador honesto. Que el imperio manda a sus huestes con tiento, que mañana habrá nieve y no barro, que los idus de marzo no sobrevienen envenenados.
Que hemos dado un paso para atravesar aquel límite.
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