Esto va por Fernando y Gonzalo. Ellos saben.
(tiempo estimado de lectura: 5')
Cuentan que una vez un brillante directivo de una empresa cotizada decidió no volver a hablar más en público. Y se calló para siempre. Llegaba al despacho con una gran sonrisa puesta y se encerraba inmediatamente a trajinar sus desconocidas maquinaciones: nadie supo nada más de su vida personal, sus pensamientos o intereses de propia palabra, puesto que no hablaba con ningún otro de sus compañeros, jefes o subordinados. Además, pronto comenzaría a dejar breves notas en las mesas de sus colaboradores con preguntas del tipo: “¿Has preparado el presupuesto para el cliente fulano?, dale un buen precio, le queremos en nuestra cartera.” o explicaciones que decían: “No cerréis el trato con tal proveedor: su precio es bochornoso y es un mangante.”. Ironías del destino, tal pobre modelo de comunicación resultó injustificadamente fructífero: sus vaticinios y consejos fueron altamente exitosos y los resultados le dieron la razón un día tras otro. Pero nadie conseguía explicarse el porqué de aquello. A cada mañana, los colaboradores llegaban a la oficina ansiosos por recibir aquellas notitas que ejecutan sin rechistar, puesto que sus frases contenían los más acertados consejos. Le tildaron desde RRHH de “visionario”, quiso hablar con él el mismito presidente, primero para darle una seria reprimenda a su ilógico comportamiento-según los tradicionales postulados del más serio “management” institucional-, más tarde para felicitarlo y elogiar su modelo de gestión, pero todo fue completamente imposible. Igual que entraba, se iba de la oficina: en silencio, sin coger el teléfono, sin responder a los correos. Aquel año en la Asamblea General los accionistas recibieron beneficios inesperados: la empresa había adquirido participaciones en una pequeña empresa, totalmente desconocida dentro del sector, y los nuevos productos comercializados había sido un rotundo éxito. Todo gracias a la recomendación del silencioso directivo.
Lo novedoso por nuevo vale el doble y las noticias corrieron rápido. Se habló de él en la prensa especializada, en las escuelas de negocio, en los núcleos corporativos de las otras hermanas competidoras. Envidias aparte, aquel éxito sostenido no tenía parangón anterior y sin mediar explicaciones o justificaciones de porqué o cómo funcionaba aquello, todos se lanzaron a la labor más hermosa y trascendente de la tarea empresarial: la copia. Por todos los lados surgieron los imitadores que querían preguntarle, o al menos, quizás tan solo rozarse con su saliva para adquirir tan preciado don, pero aquel hombre erre que erre, continuaba inmutable, silencioso y apartado de cualquier hipotética relación con amigos o extraños.
Como no podía hacerse otra cosa, aunque era evidente que aquel comportamiento parecía singularmente exitoso, rápidamente se puso de moda que los ejecutivos no hablarán más e iban a la oficina a horas distintas para no coincidir con nadie: las acciones de las empresas de comunicación cayeron en picado: total, ya no era necesario nada, ni teléfono, ni correo, ni mensajería de ningún tipo y lo único práctico eran aquellos papelitos donde todo el mundo escribía sus cosas al resto.
Como se pueden imaginar mis queridos lectores, aquello fue un completo desastre. Aquel trimestre nadie dio pie con bola. Los clientes descontentos, los proveedores impagados, inclusive algunos empleados se vieron en la calle. Pero en todo aquel jaleo había algo irracional e incomprensible porque nuestro directivo, pese a toda la adversidad, seguía cosechando éxitos y se mantenía indiferente a lo que sucedía fuera de su original estrategia de incomunicación.
La vida es tiempo de cambio y mucho más ante los fracasos y pronto todo el mundo se olvidó de él. Aquel método no funcionaba y era peligroso, se decían los unos a los otros, ¡es un impostor!, confesaban los que fueron sus más acendrados seguidores, en los foros económicos fue tachado de inmediato de apostata y dejó de recibir las innumerables invitaciones que por otro lado nunca había aceptado. Pasaron los meses y la rutina retornó. Las escuelas de gestión organizaban ahora cursos de liderazgo donde se preconizaba una relación directa, intensa, constante con los empleados.
¿Y qué pasó con nuestro particular directivo? El otro día tuve el orgullo de cruzármelo en la nueva sede mundial. Había sido apartado y ejercía un discreto cargo de segunda línea, insulso en la organización, donde allí cosechaba sus estupendos éxitos intrascendentes. Yo sabía que era feliz porque seguía sin pronunciar palabra y no cejaba en su personal método de gestión. Al pasar me sonrió, pues siempre lo hacía de esa manera. En realidad lo hacía así con todo el mundo.
Mire para atrás: esta vez, haciéndome un guiño, había dejado caer un papelito, una nota para mi. Mi nota.
Y se leía: “Cree con fuerza en tu ideal, allí está el éxito que los otros no sabrán encontrar. Sé tú mismo. ”
miércoles, octubre 11, 2006
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12 comentarios:
Tienes razón: Te entiendo y lo entiendo perfectamente.
Muy bueno Félix y gracias por el guiño complice.
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Acertada reflexión. Dichoso aquel que no se deja arrastrar por la marabunta de burdos imitadores, aún a sabiendas de renunciar a apetitosos elogios, caricias testiculares y opulentas comodidades. Dichoso el incomprendido...
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Tenemos malas noticias y buenas noticias.
¿Cual prefieres?
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No ha nacido aún la literatura del directivo, del oficinista, del comercial agresivo, del administrativo con largas jornadas, o con cortas mal pagadas, si naciera, tendría que ser un visionario con mucho poder de escritura...alguién como tú Felix, me ha parecido una línea muy interasante la del argumento, el fondo parece frío y abstracto pero tal vez sea por la temática.
Si te comprendo, claro que te comprendo.
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