miércoles, diciembre 17, 2008

Desprecio

El pasado día 25 de noviembre fue el Día de la No Violencia Contra la Mujer.

El Otero, permanentemente desactualizado, obra en construcción viva, les invita ahora a que detengan el motor de sus vidas, y donen varios minutos a dicha "causa", reflexionen un instante para después seguir con su camino. Que les guste.

De casi todos sus desprecios ella prefería los más taimados porque eran los que más necesitaba, los que más le dolían, los que más la precipitaban al abismo. Había intentado de todo: ser su cómplice, su amante, acendrada ama de casa, jornalera del hogar sin horarios. Sierva y señora. Nada había sido suficiente para apagar aquel pozo húmedo. Porque él se lo había dicho desde un principio, «conmigo tendrás a tu mejor amigo o a tu peor enemigo». Parecía un trabalenguas pero fue ciertamente un acertijo tramposo, nunca adivinó que sería fundamentalmente lo segundo, sería su verdugo, y que las bofetadas nunca dolerían tanto hasta verse finalmente sola como una perra a sus sesenta años, sabiendo que algo se le había perdido para siempre.
Él no supo dar amor y ya no era lo importante. No le odiaba por eso. Estaba cansada. Se despreciaba a sí misma. Era un papel roído, un payaso vapuleado, un excremento solido carente de sentido. ¿Qué le hicieron mantenerse con vida? Veamos: sus dos hijos. El perro. Su madre. Nada más.
Pero todo esto le sabía a obligaciones asfixiadas, a un ir y devenir caduco, más ahora porque ellos dos habían crecido y no la necesitaban en su vuelo, el perro era un cabrón egoísta y su madre había muerto hacía mucho tiempo. Nada más que eso. Había decidido ponerse una visera de burro y tirar con todas sus fuerzas, sola, muy sola, tan sola como su alma le permitiera aquella singladura, era su camino, pero ahora todo había terminado sin previo aviso.
De todos los desprecios hubo un tiempo que llevó su justa cuenta. Hubo un momento que el dolor físico fue soportable porque tenía fin en sí mismo. Fue como el insomnio para los sonámbulos, el patíbulo de los ahorcados, el arma homicida que llevara siempre a rastras, que parece que no te pesa pero que te hiere, y deja una huella absurda, senil, un brazo cercenado por el que pierdes sangre pero no mueres.
Él la golpeaba y luego volvía a hurtadillas a la cama para pedirle perdón, lloraba, se arrastraba, se retorcía simulando ser un león herido. Juraba que no volvería a hacerlo jamás: y le besaba. Todo mentira, todo pose. La torpe justificación del macho, del bruto que no ve sino huesos, piel y carne a quien hollar. Y cuando todo sucede sin que sepas que tú NO ERES EL CULPABLE, y cuando nadie te dice, «ABANDONA A ESTE ANIMAL, vete, déjalo, que se pudra en su miseria», y te enseñan que la servil posición debe ser tolerada, te sientes acorralada, te sientes presa de tu pánico, de unas ganas infinitas de arrojarte por la ventana. Y no pudo ser, la vida se le pasó de largo, le atropelló sin excusas.
Esta fue mi abuela y aquel era el que decía llamarse mi abuelo. A veces me pregunto por cual clase de amor fuimos traídos, otras muchas me sorprendo imaginando aquellos desprecios, porque en un tiempo fueron carne y pan de todos los días y todas las mujeres. Hoy, cuando visito a mi abuela, postrada en la silla, y veo en sus ojos el calor pesado de los años, me doy cuenta del sabor de los sacrificios, de la necedad de los valores apergaminados, de su mano destrozada por la artrosis, huesuda y deforme, que me acaricia, casi como cuando yo era un bebé desnudo y me invita a que nada de esto me suceda.

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