martes, diciembre 11, 2007

Retrato



Casi un siglo después habría nacido yo. O casi cien años antes se hubo enamorado de Leonor, y también por aquellos tiempos parió “Campos de Castilla”. Son muchas coincidencias para estas dos vidas, la suya y la mía: aunque es todo broma. Antonio Machado se me representa un hombre reflexivo, un demiurgo modernista. Un soñador. Un trovador alfileteado, herido por balas de soledad. Un andaluz desterrado al paramo. Un castellano obligado a triscar los olivares. Un español confiscado en su muerte transpirenaica. Cuando releo sus versos los siento dulces, los siento de papel. Son secos y aterciopelados, descargados de engolaturas.

Por eso quisiera que su retrato visitara el corazón de mi hijo todos los días de su vida. A modo de biografía deseada, de cuerno mágico de guía, de principio y fin de su caminar. Y no pierdo la ocasión de que recordárselo. Y se los leo o se lo canto. Él sabrá por qué. Todo a su debido tiempo.


Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.