
Por Navidad, Mikelow se vestía de charro, botonadura de oro y plata, y con su guitarrón y boca bronca se colaba en los garitos de Madison Street a cantar a las fulanas.
No sabía un solo corrido completo y por su acento de irlandés arrepentido, las frases en español sonaban ininteligibles o rajadas, pero al rasgar aquellas cuerdas, las mujeres quedaban seducidas y todas cantaban al son, tristes o enajenadas.
Fuera, las lucecitas de múltiples formas, los centros comerciales rebosantes y saciados o el propio estigma de unas Navidades nevadas. Y Mikelow no habría cambiado por nada aquellas veladas, y menos por una sesión jazz en la cocina con una rubia aterciopelada de Mahattan, porque en aquellos ojillos, las pobres mexicanas ilegales, se contenía la esperanza de un mejor tiempo por llegar, al otro lado de Tijuana, una vez cruzado Río Grande.
Por entonces nunca se acostaba con ellas y recogía papelitos con sus teléfonos para pincharlos en la nevera, como si aquellos pequeños testigos, justificasen por si mismos la propia venida del Natalicio.